Foto: Alejandro Frigerio . Córdoba, Departamento Unión.
Lanacion.com - Martes 11 de octubre de 2011
Por Rolando Hanglin
Mi amigo, el señor González, nació en el seno de una familia católica. Su papá, nacido en Asturias, no tenía ninguna duda sobre lo que era y lo que debía ser. En cambio, su madre, de origen alsaciano y confesión calvinista, era un poco más elástica en algunas cosas. Trabajar y proceder rectamente, eso desde ya. Pero comulgar y creer en los santos hasta el extremo de la idolatría, no. Y en la Virgen, mucho menos. Eso no.
De todos modos, los alsacianos tienen la idea de que cada persona, al emigrar, debe adherir a la religión del país donde ha echado raíces. Por lo tanto, Margueritte se hizo católica y... Alors, c´est tout! Así pues, González se crió en un hogar cristiano, aunque amparado en ese catolicismo ma non troppo que es típico en la clase media argentina. Tomar la comunión y respetar a Dios, su hijo Jesucristo y -sobre todo- la Santísima Virgen María. Pero hasta ahí: esto no significa ningún compromiso en la vida concreta. Ningún mandamiento especial, límite infranqueable o norma sagrada. Nada. Sólo la sensación de pertenecer, de estar dentro del mundo de los normales, los verdaderos, los buenos.
Cuando González era chico, más allá de este círculo de familias "como la gente" se encontraban los otros, con sus extrañas costumbres y principios desviados: los judíos, los musulmanes, los turcos, los armenios, los ateos, los japoneses. Porque en aquel entonces, González ignoraba que los japoneses de la Argentina son generalmente católicos, mientras que casi todos los sirios, libaneses, y armenios pertenecen a los ritos cristianos de Oriente, conocidos como "ortodoxos". Aunque existe, desde luego, una comunidad islámica, que ha crecido en estos años.
En fin: pasó la infancia, pasó la adolescencia, pasó la juventud, pasó incluso la edad adulta, y hoy el señor González es un hombre mayor. Ha dejado atrás la Primera Comunión, los escarceos con la Guardia Restauradora Nacionalista (ultra-católica) en primer año del secundario, los peligrosos intentos de militancia en Montoneros -ya con ideología marxista- y pasó incluso una primavera budista, de fondo hippie tardío, después de su primer divorcio.
Hoy día, con hijos y nietos, con una buena casa en Parque Leloir y una pareja estable, más por la veteranía de ambos que por el amor que se profesan -aunque se quieren y se desean mucho, dentro de lo que cabe- el señor González ha organizado su propia religión. Un sincretismo donde se cruzan distintos ritos paganos de raíz criolla, que por algún motivo están inscritos en nuestro ADN.
Nuestro hombre tiene un altar en su casa, con velas coloradas encendidas durante las 24 horas. Para ser exactos, digamos que se trata de una pequeña biblioteca, pintada de bermellón. En la tapa superior se hallan dos estatuillas de terracota: una representa al Gauchito Gil, y la otra al Ekeko.
El señor González ha organizado su propia religión. Un sincretismo donde se cruzan distintos ritos paganos de raíz criolla, que por algún motivo están inscritos en nuestro ADN.
Foto: Alejandro Frigerio . Córdoba, Departamento Unión.
El gauchito Gil no es un Dios. Bien al contrario: fue una persona histórica de carne y hueso. Antonio Mamerto Gil de la Cuadra, un paisano violento, pecador y hasta bandolero. Alrededor de 1840, en las guerras intestinas de la provincia de Corrientes, se enfrentaban los celestes y los rojo punzó. Esta es la rivalidad ancestral de nuestro país: los celestes, de mentalidad europea y liberal. Los rojo punzó, de sentimiento federal, nacional, arraigado en la tierra y más bien monárquico, o autoritario. Pero también puede interpretarse al revés.
En la realidad, muchos celestes se han pasado al bando rojo punzó y viceversa. En el fondo, es sólo una cuestión de piel y simpatías personales.
El gaucho Antonio Gil fue convocado a la leva, para combatir en la guerra civil. Cuando advirtió que debería matar a sus parientes, Gil huyó. Se convirtió, pues, en un gaucho alzado. Vivió del robo y la violencia. Se guareció en los montes de su provincia, ocupada por grandes bañados, selvas tropicales y campo silvestre. Cierto día, un sargento, con su tropa, lo prendió e informó del sucedido a la superioridad. La orden fue: trasladarlo a Goya, Corrientes, donde existían tribunales para su juzgamiento. Pero, mientras tanto, los amigos de Gil visitaron a una cantidad de hacendados influyentes y jueces de paz, de quienes obtuvieron un decreto de indulto. Pero llegaron tarde.
Gil fue trasladado por la patrulla a Goya para someterse a lo que dictara el tribunal. En el trayecto de Mercedes a la ciudad principal, se le aplicó la ley de fugas. Esta establece -o tal vez no establece sino más bien presupone, porque no es una verdadera "ley"- que, en determinados casos, se simulará que el delincuente intentó huir, y por lo tanto se lo abatió a tiros. A veces, esta ejecución se cumplía mediante un fusilamiento, pero en otros casos -para ahorrar munición, que era carísima- se degollaba al prisionero como si fuera un cerdo. El resultado era que, por pereza o con el deliberado propósito de darle al tema un final expeditivo, la patrulla policial se ahorraba el duro viaje a caballo hasta Goya, y la fuga del acusado quedaba evitada de una vez y para siempre.
Esto hicieron con Gil: le ataron las manos y lo colgaron de los pies, cabeza abajo, en una rama de ñandubay. En ese instante, dijo el Gaucho:
-Mirá che sargento, vos que me vas a matar. Derramarás sangre inocente y esta sangre es milagrosa. Por eso te digo: cuando llegués a tu casa, verás que tu hijito está enfermo grave, y yo te lo sanaré desde el otro mundo. Entonces vendrás a rendirme honores.
Así sucedió, con todos los detalles. El sargento, atormentado por la culpa, volvió al sitio donde había enterrado malamente a Gil -con ayuda de los soldados cómplices- y le construyó una rústica cruz de ñandubay. En ese sitio se alza hoy el santuario de Gil, donde se congregan un día de enero cientos de miles de promesantes. A principios del siglo XX, acudían muchedumbres con bandera celeste. Hoy por hoy, la bandera colorada predomina abrumadoramente, en todos los templetes y altares de Gil. Se ven en cada ruta o cruce de caminos de nuestro país. En otras palabras: puede ser de uno u otro bando.
Detalle fundamental: en los pequeños altares, Gil está preso. Es un paisano con vincha, bota de potro que deja ver los dedos del pie, y poncho al hombro. Se encuentra siempre parado, nunca en reposo, detrás de las rejas de un calabozo. Es decir: es víctima de una injusticia.
Todos los hombres somos -o nos sentimos- víctimas de una injusticia, y a todos nos llega el mensaje del Gaucho Gil.
Debemos agradecerlo al Altísimo: nos brindó la figura de un hombre común, pecador y sinvergüenza, que fuera -igual que nosotros- la víctima de una injusticia. Por eso Gil no es religión, no es dogma, no es Teología. Es la vida en la calle y la muerte en el pecado. Aquí, entre nosotros, muchas veces admiramos la espiritualidad del pueblo hindú, sus santones, sus filósofos, sus gurúes, sus grandes cerebros, sin ver que la República Argentina es cuna de numerosos cultos populares, cada uno con su belleza y su drama, al alcance de cualquier mortal: la Difunta Correa, San La Muerte, Gilda, la Salamanca, el Arbol de Huecufú y otros mil.
Todos los hombres somos -o nos sentimos- víctimas de una injusticia, y a todos nos llega el mensaje del Gaucho Gil
Así las cosas, el señor González se hizo amigo del gauchito Antonio Gil (la semi-religión más pujante de nuestro país, por amplio margen) y también del Ekeko.
¿Qué es el Ekeko? Es un idolillo de origen incaico y aymara, que representa la prosperidad y el placer. Actualmente, existe en Lima (Perú) una Casa del Ekeko donde pueden adquirirse distintos modelos de este simpático diablo-pillo. Por lo general, se lo representa en ojotas, con un poncho y tal vez un sombrero. Alza los brazos, y eso nos permite colgarle pequeños tributos en miniatura. Una bolsa de oro, una tinaja para almacenar maíz y granos, un morral lleno de dinero. Además, forma la boca en "O" para que le coloquemos un cigarrillo encendido. El ekeko lo fuma. Es decir, el cigarro se consume solo. Este espíritu ayuda al criollo en todo lo relacionado con el placer, el vicio, el sexo, la bebida, los excesos.
El problema es que un ekeko no puede comprarse. Es hijo de la lujuria y la ilegalidad: sólo podemos poseer un idolillo robado o regalado. Habrá de negociarse, pues, con el comerciante en artículos regionales, la compra de numerosos ponchos, ojotas y boinas tejidas, de modo que un lindo ekeko nos venga de yapa. Pero no comprado. La figura no representa a un indio colla sino a un criollo. Un mestizo, frecuentemente con bigotes y chambergo.
Decíamos, entonces, que en el pequeño altar casero de González hay un Gauchito y un ekeko.
Cada mañana, al levantarse, nuestro hombre -que ya ha olvidado los rituales católicos propiamente dichos, aunque los respeta- se acerca al altar, baja la cabeza y pega tres suaves golpes en la madera para despertar al gauchito. Si está en lo posible, enciende un cigarrillo para el ekeko.
La República Argentina es cuna de numerosos cultos populares, cada uno con su belleza y su drama, al alcance de cualquier mortal.
Foto: Alejandro Frigerio. Córdoba, Departamento Unión.
Y murmura, muy bajito, la siguiente plegaria: "Gracias Gauchito, por todo lo que me has brindado. Te pido para mis hijos una linda carrera profesional. Que se sientan amados, valorados, seguros, necesarios. Te pido que mi mujer sienta mi afecto por sobre todas las cosas. Y que yo la pueda atender como antes, cuando era potro y diablo. Dando placer y recibiéndolo. Devolveme el sexo de otrora, cuando era joven. Sacáme el dolor, por favor. Todo tipo de dolor. Con las mujeres que me traicionaron, dame una nueva oportunidad para vivir un final más digno, justo y claro. Pero si no te parece, dejalo así como está. Ellas también han sufrido. Por favor, Gauchito, ayudame: que mi mujer piense más en mí que en sus hijos, nietos y amigas. Que no me quiera gobernar, porque ya no lo soportaría. Que nadie toque mi plata, Gauchito, y si alguien lo hace, te pido me ayudes a juntar coraje para matar a esa persona. Y a vos Ekeko, especialmente, te pido que me hagas llegar la plata necesaria para ver a mis hijos y nietos un poco más seguido -sin exagerar- y me des una linda convivencia sexual con mi mujer. Quiero que esté caliente y que sienta la pasión de verme caliente a mí. Gracias Gauchito. Gracias Ekeko".
Esta es, más o menos, la plegaria cotidiana del señor González. Por la mañana, en la hora de la oración (18-19) y en todo momento. Cada vez que pasa frente al altar, donde siempre hay dos cirios encendidos, uno colorado y otro blanco, esta plegaria se repite mentalmente, y al pasar frente a su efigie se saluda a Gil con tres golpecitos en la madera.
Evidentemente, la religiosidad del señor González no tiene nada que ver con ningún credo civilizado. Es sólo la fuerza de la vida, el ansia de seguir respirando, la pasión de un hombre común. Dios, el Todopoderoso, le queda demasiado lejos.
Es que el Altísimo está allá, por encima de las nubes, pasando las estrellas, más lejos aún que las galaxias más remotas. ¿Qué puede tener en común con nosotros, los escribas, los salteadores, las prostitutas, los mercaderes, los tramposos, los labradores, los domadores de potros, los poetas de un bar roñoso, las casadas infieles, los asesinos que cobran a un peso el muerto? ¿Qué negocio puede hacer Dios con nosotros?
Por eso, González se resigna a este pequeño ritual secreto con sus tres golpecitos argentinos, más cerca de la cábala y la martingala que de la Teología.
¡Poco, poquito y nada tienen que ver los teólogos con nuestra geografía de abortos, fracasos, revanchas y orgasmos!
González es ateo, pero tiene su entendimiento con el Ekeko y el Gauchito Gil..
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